Atravesar el Mato Grosso es como adentrarse en otro continente. El estado se extiende por el centro del país, una planicie árida de tierra roja, casi el doble del tamaño de España. La impresión inicial es la de estar en la sabana o incluso en Castilla, y no en la selva tropical que en el imaginario de tantos es Brasil. Jornaleros trabajando en condiciones de semiesclavitud, reservas indígenas en constante amenaza, y latifundios gigantescos nos resultan igual de impactantes, acostumbrados a la Zona Sur de Río que, de no estar rodeada de favelas, parecería una ciudad europea. Éste es otro Brasil, menos luminoso que la potencia emergente que acostumbra a presentar la prensa.
Calculamos que se llega antes de Madrid a Nueva Zelanda que de Río de Janeiro a nuestro destino. Un vuelo a Brasilia y un autobús a Goiânia sólo nos dejan en el punto de partida. Quedan veintidós horas, once de ellas por una carretera de barro, hasta llegar a São Félix de Araguaia, pequeño pueblo a orillas del río con el mismo nombre, en el norte de Mato Grosso. Afortunadamente no lloverá, evitando convertir un trayecto aparentemente interminable en la Odisea.
Emprendimos el periplo con el fin de conocer a Pedro Casaldàliga, obispo emérito de São Félix. Nacido en Balsareny en 1928, la vida del anciano sacerdote, para algunos feroz antisistema, es una muestra permanente de compromiso con causas necesarias. Decidido luchador en favor de los oprimidos, aún en tiempo de violentas persecuciones, el testimonio de Pedro representa un ejemplo de coherencia entre palabra y obra.
Llegamos por fin a la casa de Pedro. Es pequeña y austera. En la capilla del jardín guarda una colección de reliquias, entre ellas un trozo de la túnica ensangrentada de Óscar Romero, arzobispo asesinado 1980 por su oposición a la dictadura salvadoreña. Nos recibe con un sentido abrazo, con la calidez del hermano al que hace años que no vemos.
Dom Pedro, como le llaman afectuosamente sus vecinos, no tarda en mostrar su interés por la situación actual de España,
por nuestra historia y proyectos personales, y por el movimiento nacido en nuestro país el pasado quince de mayo del 2011. Su conversación es ágil y lúcida, capaz de hilvanar reflexiones de Nietzsche y Saramago con la situación de los indígenas en el Mato Grosso, canciones de Labordeta, o las consecuencias de la crisis financiera. Todo ello sin perder su sentido del humor vivo e irónico, ni la sonrisa traviesa que lo acompaña. Durante los siguientes días hablaremos de los CIEs, definidos por Pedro como “campos de concentración”, del hambre como crimen y de la urgente necesidad de cambios en nuestras sociedades.
Inspirado por los vientos de cambio del Concilio de Vaticano II, Pedro Casaldàliga, misionero claretiano, llega a Brasil en 1968. Ese mismo año, la dictadura militar que gobierna el país desde el 64 se recrudece notablemente. En el 71, coincidiendo con la publicación de Teología de la Liberación, de Gustavo Gutiérrez, y el nacimiento de la corriente teológica progresista del mismo nombre, Pedro es nombrado obispo de la prelatura de São Félix. Actualmente se cumplen cuarenta años de la publicación de su primera carta pastoral, en la que critica con dureza los abusos cometidos por los grandes terratenientes frente a los campesinos, y el expolio permanente de los pueblos indígenas.
Comienza entonces un largo enfrentamiento entre el obispo que ha abrazado la “opción por los pobres” y los latifundistas, apoyados por los políticos locales y el gobierno. El enfrentamiento lleva en 1977 al asesinato de su vicario, João Bosco, confundido con el propio Casaldàliga. El apoyo del Pablo VI -“quien toca a Pedro, toca a Pablo”- fue crucial en aquél entonces, si bien durante el papado de Juan Pablo II la iglesia emprenderá un giro reaccionario, y en el contexto polarizado de la Guerra Fría verá a Pedro como un testimonio incómodo. Casaldàliga es convocado a Roma para un juicio doctrinal en 1988, siguiendo su visita a Nicaragua tres años antes para mostrar su apoyo a la causa sandinista. Desde 1968, sólo se ha desplazado desde Brasil a estos dos destinos.
Actualmente, mantiene una actitud crítica respecto a la iglesia: “Es absurdo que los Papas sean jefes de Estado. La iglesia oficial debe ser más abierta, más comprensiva y menos centralista”. Preguntado por la labor del siguiente pontífice, responde crítico pero esperanzado: “Podemos ir a mejor”.
Sobre Brasil, el balance es ambiguo. Destacando que en Mato Grosso “poder y latifundio continúan en las mismas manos”, Pedro lamenta los abusos a los que se ven expuestos los pueblos indígenas que pueblan el Araguaia. “Siempre digo que la causa indígena es una causa perdida. No encaja en los esquemas del progreso del hombre, del consumo. ¿Progreso, de quién? Porque si hay que sacrificar la dignidad por el progreso…” Paralelamente, Pedro suscribe los avances logrados durante la presidencia de Lula, a pesar de que la causa indígena constituya una asignatura pendiente: “Ahora estamos mejor. Tenemos gobiernos de izquierda que suponen un avance, a pesar de sus deficiencias e incoherencias.”
En esta línea, defiende la importancia del cambio desde dentro, trabajando en estructuras existentes como forma de lograr mayor incidencia. Al igual que la mencionada presidencia de Lula, afirmar que “la iglesia es una institución humana, por tanto imperfecta”, no le impide reivindicar su labor personal “con la iglesia, a veces a pesar de la iglesia, pero siempre en la iglesia.”
A sus ochenta y tres años, enfermo de Parkinson y tras haber sufrido varias malarias, Pedro es consciente de que no vivirá mucho tiempo. Ello no le impide continuar escribiendo poesía (ha publicado una extensa obra desde 1955), ni resignarse ante las dificultades que afronta el mundo. Critica el consumismo materialista, la cultura del “cuanto antes, mejor”; la usura, codicia, y divinización del dinero que ha llevado al estado actual de las cosas.
“Actualmente existen dos proyectos para dos humanidades, y una inmensa mayoría excluida” concluye Pedro. La reflexión resulta pertinente, en un momento en que por todo el mundo se alzan voces criticando la influencia desproporcionada de una élite sobre el 99% de la sociedad. “Está bien que estéis indignados, pero además debéis ser comprometidos. Indignados, comprometidos, y militantes.”
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