Cada día en una calle de Atenas se cocina algo de esperanza. Se prepara en una olla de una treintena de litros y se sirve con cubiertos de plástico. El cocinero se llama Constantinos Polychronopulos, no se ha encontrado nunca con los miembros de la troika que prescriben la dieta para su país, pero conoce sus efectos. Desde diciembre organiza a diario un convite para los que no tienen ninguna mesa a la que sentarse. Los platos preparados hasta ahora son 15.000. “Perdí el trabajo en 2009. Trabajaba en una empresa privada, en marketing. Me encerré en casa durante un año. Estaba mal. Piensas que estás acabado. Pero un día salí”. Salió y se fue a la plaza Syntagma. “Vi a dos chicos que peleaban por sacar de la basura patatas y cebollas podridas. Les dije que lo dejaran, que iría a mi casa y prepararía dos bocadillos.
Lo hice pero me decían: ‘No, no queremos”. Lo mismo le contestó otro hombre. Después de una hora, hambriento, agarró uno de los sándwiches y cuando empezó a comer se acercó un anciano pidiendo otro para él. “Pensé que si cocinábamos y comíamos juntos la gente lo aceptaría”. En estos ocho meses se ha ido sumando más gente a su iniciativa. Tiendas, restaurantes, productores y particulares donan material e ingredientes.
Lo hice pero me decían: ‘No, no queremos”. Lo mismo le contestó otro hombre. Después de una hora, hambriento, agarró uno de los sándwiches y cuando empezó a comer se acercó un anciano pidiendo otro para él. “Pensé que si cocinábamos y comíamos juntos la gente lo aceptaría”. En estos ocho meses se ha ido sumando más gente a su iniciativa. Tiendas, restaurantes, productores y particulares donan material e ingredientes.
A Polychronopulos le gusta reír. Reírse de sí mismo, como cuando dice que en dos años ha enviado 500 currículos, sin éxito. “Tengo 47 años. Digo que son 28, pero no me creen”, suelta entre carcajadas, mientras dispone en un carro de la compra los ingredientes del día: dos botes de sal y una mixtura de especias, lentejas, salsa de tomate, cebollas, una lata de aceite. “No somos una organización, solo cocinamos”, repite, gesticulando con las manos enfundadas en guantes de látex. Hoy toca sopa de lentejas. “La gente me llama y me pregunta dónde se cocina”, dice. Cada domingo publica los planes de la semana en un blog titulado O allos anthropos (el otro hombre).
Hoy la cita es a las ocho de la tarde bajo un paso elevado en el barrio de Metaxurgio, dominado por el gris de sus edificios populares. Unas 15 personas, en su mayoría inmigrantes sin papeles, han construido su casa entre los pilares de hormigón, con un árbol que hace de armario y unas colchonetas en el suelo. Viven al aire libre pero no pueden salir. Es una prisión sin barrotes resguardada por el miedo. “Aquí la policía pega fuerte”, dice uno.
Los ayudantes de Polychronopulos son hoy una mujer de 38 años, Alexandra, y su hija pequeña, Fotiní, de ocho. Imposible no pensar en lo que quedará en su memoria de estos días. Las llamas bajo la olla iluminan la calle. Un hombre se acerca y deja una bolsa llena de barras de pan. “Intentamos ayudar a todos, no solo a los griegos. Pero hoy también hay aquí al menos cuatro o cinco griegos. Son nuestros nuevos pobres”, comenta. Lo contrario de lo que hicieron el pasado miércoles los militantes del partido neofascista Aurora Dorada, que distribuyeron comida en la plaza Syntagma solo a quienes demostraran, carné en la mano, ser griegos.
En la mesa de Polychronopulos no hay papeles, ni nacionalidades. La sopa se reparte en unos 30 pequeños contenedores de aluminio. Los comensales forman una hilera iluminada por la luz de los coches que pasan. Un rayo en la oscuridad de una crisis contra la que esta gente lucha para evitar que acabe con un bien que no se mide con la prima de riesgo: la solidaridad.
fuente: http://internacional.elpais.com/internacional/2012/08/05/actualidad/1344119831_500659.html
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