Ciudadanos de la parte alta del Eixample se unen para ayudar a sus vecinos en apuros
Cada vez hay más familias que hasta ahora jamás habían pasado agobios y que guardan silencio
Decenas de voluntarios de todas las edades y
sus quemadores portátiles hacen de la sala de reuniones de la consulta de una
terapeuta en la calle
Casanova una bulliciosa cocina. Judit Calaf se esfuerza y explica en
otra sala que hasta hace un par de años vivió en una casa de diseño con techos a
nueve metros de altura, grandes cristaleras con vistas al mundo, jardín,
piscina... "Ahora mi hijo de siete años y yo tenemos una habitación en un piso
compartido -sigue la mujer de 47 años-, con una familia dominicana y un señor
mayor que nunca sale y al que sólo viene a ver un asistente social de vez en
cuando. Estuve más de un año en casa de mis padres, pero eso no era la solución,
no podía atascarme, tenía que empezar de nuevo...".
Calaf añade que procede de una familia dedicada al textil. Su ex y ella montaron una empresa de distribución de vinos y cavas. La financiaron rehipotecando aquella casa, la que les embargaron. El matrimonio se desmoronó de mala manera. El pequeño Gerard preguntaba por qué ya no tenía jardín, ni dormitorio. Su madre cobró en agosto su última prestación... "Siempre trabajé, y busco..., pero nada..., me siento impotente... Un amigo me dijo que sabía que atravesaba un bache, que viniera aquí con un carro... Dudé, pero ya no podía más... Y me lo llenaron de comida, y me dieron panfletos para que los repartiera, para detectar otras personas que lo pasan mal y no piden ayuda. En Confianza Solidaria la idea es dar y recibir".
Algunos han de perderlo todo, venderlo todo, joyas, cortinas, televisor... antes de pedir auxilio. Lo dice la terapeuta Lidia Blánquez, en el trasiego de su consulta en la calle Casanova, en una cadena humana de fiambreras, bolsas isotérmicas, cajas de fruta... "Si tú o alguien que conoces pasa dificultades y no tiene para comer, le damos un plato", rezan sus carteles en las calles Buenos Aires, Londres, Muntaner... Las nobles cancelas esconden otra cara de la necesidad. Colchones en el suelo bajo techos modernistas. Grifos clásicos sin agua caliente. Frigoríficos llenos de zumbidos. Lidia es el rostro de los 150 voluntarios de Confianza Solidaria, la última iniciativa ciudadana para ayudar al vecino de siempre que ahora lo pasa mal, un movimiento espontáneo que se extiende por todos los estratos de Barcelona.
La historia arrancó hace años. Lidia, pacientes y amigos montaban talleres de autoestima, alimentación, física cuántica... Luego pasaban el cepillo para los gastos. Hace dos años enviaron el dinero a los damnificados de Haití. Fueron creciendo. Un año atrás ampliaron sus colectas para repartir comida entre necesitados de toda la urbe las noches de los viernes, en los alrededores de la estación del Nord.
Este verano un médico de cabecera del barrio les dice que cada vez ve más casos de desnutrición. Lo impensable por estas latitudes de la ciudad. Ahora la carestía está cerca, en el rellano... Conocen De veí a veí, la idea del barrio de Sant Antoni que arrancó en enero, que ya contó La Vanguardia, para ayudar discretamente a quienes hasta ahora nunca lo habían pasado mal y no piden auxilio.
Un lado y otro de la Gran Via cambian experiencias, recursos, euforia. Aquí en lo alto de Casanova reina la euforia. La gente está emocionada. Arañan minutos a todas sus obligaciones para entregarse a esto un poco más. Sienten que forman parte de algo que trasciende sus vidas, problemas, circunstancias... pelando patatas, repartiendo pasquines, llamando a las puertas de las pescaderías... Sienten que son parte de algo más grande que la suma de cada uno de ellos, de algo que da sentido a sus vidas. Porque son tiempos apocalípticos. El miedo a que el mundo se hunda bajo los propios pies crece. Cualquiera puede perderlo todo. Uno sólo quiere resistir. Y el miedo conduce al recelo, a desconfiar del otro. Si uno sólo se preocupa de la propia supervivencia el otro no es más que un competidor, y la ciudad una jungla en guerra. La solidaridad hace que lo que nos rodea merezca la pena.
"Cada vez más familias sufren, familias que sólo llaman al asistente social cuando los desahucian -sigue Lidia-... En septiembre empezamos a colgar carteles. Para que nos llamen ellos o quienes les conocen. En las fiestas del barrio montamos una carpa, reunimos una tonelada de comida. La gente se acercó a contarnos las penas de sus vecinos, sus sospechas, para preguntarnos qué podían hacer...".
Un arquitecto al que hace poco le sobraba el trabajo no puede ahora con la hipoteca, ni con el colegio concertado de los niños, los libros de texto, la factura del gas. El dinero que gana su esposa fregando escaleras no llena el carro de la compra. A su alrededor todos saben que no están en su mejor momento, pero ni se imaginan que... Dar y recibir. Cada persona ayudada se hace voluntario.
Ahora los más activos son 150. Atienden a unas 30 familias, con alimentos frescos, ayudas con las facturas, un audífono... Días atrás se apostaron en las puertas de los supermercados del barrio. Reunieron dos toneladas y media. La idea es trabajar en red. Lidia aprovecha sus listas de clientes y colaboradores para enviar miles de correos electrónicos para saber a quién le sobra un andador.
Un taxista pasa cada noche por una panadería, recoge las barras que les regalan. Una quincena de comercios colabora con regularidad, y varias empresas. La mayoría guarda el anonimato. Tienen un contacto en un lugar, que no se puede escribir, que les abre la puerta de atrás para que se lleven muchos platos recién cocinados que sobran, que si no se los llevan acabarán en la basura... Ahora sus tres congeladores se antojan pequeños. La gente necesita esperanzas en un mundo mejor. De modo que las construye. Así se extiende la red de solidaridad. La gente trata de llegar a donde ya no lo hace la administración, de suplir el maltrecho estado de bienestar. Esto es el principio. "A mí nunca me había faltado nada", dice Isabel Molina, de 51 años, voluntaria, beneficiaria... "Siempre lo tuve todo. Nadie sabe cuántas lágrimas derramé para pedir ayuda. No podía más...". Isabel llora... Hace dos años se divorció. Las peleas judiciales que aún se prolongan la dejaron sin nada. Su hijo adolescente no comprendía por qué no tenían agua caliente. Su trabajo vocacional en un centro sanitario no era suficiente para sobrevivir.
"De repente, no tenía ni para comer. Miraba mi reloj de oro y... Estaba paralizada. Conocía a Lidia de aquellas charlas sobre alimentación ecológica, de los talleres solidarios, de los buenos tiempos... Un día me dio un carro lleno de comida. Yo no sabía qué hacer, yo me lo tragaba todo, hasta entonces... Lidia me ayudó a vender mis joyas, todo lo que me quedaba de mi vida anterior".
Ahora Isabel es la especialista en llamar a las empresas más grandes, las que más pueden ayudar, las más inaccesibles... "Por este proyecto, lo que sea. Me da una nueva vida. Soy parte de algo grande. Ahora he conseguido más horas en el trabajo. Aún no he terminado de pagar lo que me prestó una amiga para el calentador de agua, pero vivo al día. Empiezo a ver el horizonte".
fuente: http://www.lavanguardia.com/vida/20121028/54353958687/eixample-ayuda-vecinos-apuros.html
Calaf añade que procede de una familia dedicada al textil. Su ex y ella montaron una empresa de distribución de vinos y cavas. La financiaron rehipotecando aquella casa, la que les embargaron. El matrimonio se desmoronó de mala manera. El pequeño Gerard preguntaba por qué ya no tenía jardín, ni dormitorio. Su madre cobró en agosto su última prestación... "Siempre trabajé, y busco..., pero nada..., me siento impotente... Un amigo me dijo que sabía que atravesaba un bache, que viniera aquí con un carro... Dudé, pero ya no podía más... Y me lo llenaron de comida, y me dieron panfletos para que los repartiera, para detectar otras personas que lo pasan mal y no piden ayuda. En Confianza Solidaria la idea es dar y recibir".
Algunos han de perderlo todo, venderlo todo, joyas, cortinas, televisor... antes de pedir auxilio. Lo dice la terapeuta Lidia Blánquez, en el trasiego de su consulta en la calle Casanova, en una cadena humana de fiambreras, bolsas isotérmicas, cajas de fruta... "Si tú o alguien que conoces pasa dificultades y no tiene para comer, le damos un plato", rezan sus carteles en las calles Buenos Aires, Londres, Muntaner... Las nobles cancelas esconden otra cara de la necesidad. Colchones en el suelo bajo techos modernistas. Grifos clásicos sin agua caliente. Frigoríficos llenos de zumbidos. Lidia es el rostro de los 150 voluntarios de Confianza Solidaria, la última iniciativa ciudadana para ayudar al vecino de siempre que ahora lo pasa mal, un movimiento espontáneo que se extiende por todos los estratos de Barcelona.
La historia arrancó hace años. Lidia, pacientes y amigos montaban talleres de autoestima, alimentación, física cuántica... Luego pasaban el cepillo para los gastos. Hace dos años enviaron el dinero a los damnificados de Haití. Fueron creciendo. Un año atrás ampliaron sus colectas para repartir comida entre necesitados de toda la urbe las noches de los viernes, en los alrededores de la estación del Nord.
Este verano un médico de cabecera del barrio les dice que cada vez ve más casos de desnutrición. Lo impensable por estas latitudes de la ciudad. Ahora la carestía está cerca, en el rellano... Conocen De veí a veí, la idea del barrio de Sant Antoni que arrancó en enero, que ya contó La Vanguardia, para ayudar discretamente a quienes hasta ahora nunca lo habían pasado mal y no piden auxilio.
Un lado y otro de la Gran Via cambian experiencias, recursos, euforia. Aquí en lo alto de Casanova reina la euforia. La gente está emocionada. Arañan minutos a todas sus obligaciones para entregarse a esto un poco más. Sienten que forman parte de algo que trasciende sus vidas, problemas, circunstancias... pelando patatas, repartiendo pasquines, llamando a las puertas de las pescaderías... Sienten que son parte de algo más grande que la suma de cada uno de ellos, de algo que da sentido a sus vidas. Porque son tiempos apocalípticos. El miedo a que el mundo se hunda bajo los propios pies crece. Cualquiera puede perderlo todo. Uno sólo quiere resistir. Y el miedo conduce al recelo, a desconfiar del otro. Si uno sólo se preocupa de la propia supervivencia el otro no es más que un competidor, y la ciudad una jungla en guerra. La solidaridad hace que lo que nos rodea merezca la pena.
"Cada vez más familias sufren, familias que sólo llaman al asistente social cuando los desahucian -sigue Lidia-... En septiembre empezamos a colgar carteles. Para que nos llamen ellos o quienes les conocen. En las fiestas del barrio montamos una carpa, reunimos una tonelada de comida. La gente se acercó a contarnos las penas de sus vecinos, sus sospechas, para preguntarnos qué podían hacer...".
Un arquitecto al que hace poco le sobraba el trabajo no puede ahora con la hipoteca, ni con el colegio concertado de los niños, los libros de texto, la factura del gas. El dinero que gana su esposa fregando escaleras no llena el carro de la compra. A su alrededor todos saben que no están en su mejor momento, pero ni se imaginan que... Dar y recibir. Cada persona ayudada se hace voluntario.
Ahora los más activos son 150. Atienden a unas 30 familias, con alimentos frescos, ayudas con las facturas, un audífono... Días atrás se apostaron en las puertas de los supermercados del barrio. Reunieron dos toneladas y media. La idea es trabajar en red. Lidia aprovecha sus listas de clientes y colaboradores para enviar miles de correos electrónicos para saber a quién le sobra un andador.
Un taxista pasa cada noche por una panadería, recoge las barras que les regalan. Una quincena de comercios colabora con regularidad, y varias empresas. La mayoría guarda el anonimato. Tienen un contacto en un lugar, que no se puede escribir, que les abre la puerta de atrás para que se lleven muchos platos recién cocinados que sobran, que si no se los llevan acabarán en la basura... Ahora sus tres congeladores se antojan pequeños. La gente necesita esperanzas en un mundo mejor. De modo que las construye. Así se extiende la red de solidaridad. La gente trata de llegar a donde ya no lo hace la administración, de suplir el maltrecho estado de bienestar. Esto es el principio. "A mí nunca me había faltado nada", dice Isabel Molina, de 51 años, voluntaria, beneficiaria... "Siempre lo tuve todo. Nadie sabe cuántas lágrimas derramé para pedir ayuda. No podía más...". Isabel llora... Hace dos años se divorció. Las peleas judiciales que aún se prolongan la dejaron sin nada. Su hijo adolescente no comprendía por qué no tenían agua caliente. Su trabajo vocacional en un centro sanitario no era suficiente para sobrevivir.
"De repente, no tenía ni para comer. Miraba mi reloj de oro y... Estaba paralizada. Conocía a Lidia de aquellas charlas sobre alimentación ecológica, de los talleres solidarios, de los buenos tiempos... Un día me dio un carro lleno de comida. Yo no sabía qué hacer, yo me lo tragaba todo, hasta entonces... Lidia me ayudó a vender mis joyas, todo lo que me quedaba de mi vida anterior".
Ahora Isabel es la especialista en llamar a las empresas más grandes, las que más pueden ayudar, las más inaccesibles... "Por este proyecto, lo que sea. Me da una nueva vida. Soy parte de algo grande. Ahora he conseguido más horas en el trabajo. Aún no he terminado de pagar lo que me prestó una amiga para el calentador de agua, pero vivo al día. Empiezo a ver el horizonte".
fuente: http://www.lavanguardia.com/vida/20121028/54353958687/eixample-ayuda-vecinos-apuros.html
Aportación de Encarni Vidal
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