Ella regalaba sonrisas a granel, de paso vendía agujas e hilos de costura. Él permanecía encerrado, estudiaba leyes y más leyes. Ella atendía en un mostrador de una pequeña mercería, él se ensayaba en un bufet como abogado, memorizaba los mil y un latinajos del derecho romano. Tras ella, cajas y cajas de cartón con hilos, de todos los colores, algodones y tamaños. Las modistillas de Balenciaga tocaban a su puerta para abastecerse. Tras él los innumerables “Aranzadis” de color rojo llenos de leyes en una letra muy pequeña.
Mucho más importante que todas las sentencias de los romanos era la cita diaria con aquella sonrisa. Los domingos cogían la barca en el pequeño puerto y remaban hasta la isla de Santa Clara. Entre semana, al atardecer se sentaban en una terraza, no lejos del mar, a preparar una boda siempre, siempre aplazada. Tras ocho años de terraza y remos, de caminos cerrados y de un amor terco no dispuesto a ceder, llegaron por fin al altar. Atrás quedaban los lutos y sus severos protocolos, las múltiples objeciones de la familia del letrado para con la sencilla dependienta.
Hubieron de pasar muchos años hasta que el abogado pudiera por fin montar despacho en su propio domicilio. Ella a la mañana era madre y a las cuatro de la tarde cambiaba la falda y pintaba rápido los labios, de paso también la sonrisa. Ella abría la puerta a los clientes, él les asesoraba. Se especializó en separaciones y matrimonios en crisis. En realidad el abogado orientaba en la separación cuando ésta era ya inevitable. Entonces aún no había divorcio. Su condición de católico comprometido le impedía poner demasiado entusiasmo para que los cónyuges tomaran caminos diferentes. Él teóricamente separaba las parejas, ella las unía. En realidad no se cómo sacaron adelante a sus siete hijos, pues muchas parejas salían más unidas que cuando llegaban. Por supuesto en esos casos no había trámites, ni juicios, ni remuneración para ayudar a criar a toda la tropa.
Mucho más importante que todas las sentencias de los romanos era la cita diaria con aquella sonrisa. Los domingos cogían la barca en el pequeño puerto y remaban hasta la isla de Santa Clara. Entre semana, al atardecer se sentaban en una terraza, no lejos del mar, a preparar una boda siempre, siempre aplazada. Tras ocho años de terraza y remos, de caminos cerrados y de un amor terco no dispuesto a ceder, llegaron por fin al altar. Atrás quedaban los lutos y sus severos protocolos, las múltiples objeciones de la familia del letrado para con la sencilla dependienta.
Hubieron de pasar muchos años hasta que el abogado pudiera por fin montar despacho en su propio domicilio. Ella a la mañana era madre y a las cuatro de la tarde cambiaba la falda y pintaba rápido los labios, de paso también la sonrisa. Ella abría la puerta a los clientes, él les asesoraba. Se especializó en separaciones y matrimonios en crisis. En realidad el abogado orientaba en la separación cuando ésta era ya inevitable. Entonces aún no había divorcio. Su condición de católico comprometido le impedía poner demasiado entusiasmo para que los cónyuges tomaran caminos diferentes. Él teóricamente separaba las parejas, ella las unía. En realidad no se cómo sacaron adelante a sus siete hijos, pues muchas parejas salían más unidas que cuando llegaban. Por supuesto en esos casos no había trámites, ni juicios, ni remuneración para ayudar a criar a toda la tropa.
De lo feliz que ella era en su matrimonio no concebía la separación. Ocurría a veces que la verdadera liberación se urdía junto a la mujer de pocas letras, más que en el flamante despacho. Ella se sentaba con los clientes en la sala de espera. No buscaba conversación, simplemente surgía y la hilaba, la cosía con la mayor sencillez y naturalidad. Se volcaba en su siempre amable apuesta a favor del acercamiento entre quienes contendían. El bullicio de los hijos se sumaba a su argumentación a favor del matrimonio. De joven vendía agujas e hilos, pero en realidad durante toda su vida ha seguido cosiendo y uniendo. Tras la charla con ella en la sala de espera, muchos de los clientes ya habían desistido en su empeño de separarse, cuando por fin les llegaba el turno y se situaban en la silla de cerezo frente al abogado.
Él ya regaló todos los “Aranzadis” y olvidó absolutamente todas las leyes, también las cosas de este mundo. Sólo retiene las sentencias en latín. Las canta blandiendo firme su dedo. Cada quien hace la limpia que quiere en el desván de su memoria. Él vive feliz en una inocente geografía no legislada. Habita un espacio a ambos lados del velo, donde no rige el “derecho romano”, ni siquiera el consuetudinario… Ella sigue cosiendo sus mundos: el de más allá y el de más acá. Le lee las noticias del Diario Vasco, pero para él es como si llegaran de un país remoto cada vez más lejano. Ella sigue uniendo con fuerte hilo las realidades, las gentes, las parejas, las vidas…, pues ese amor que sigue encarnando le impide imaginar separación alguna.
Éste no es un alegato eclesial a favor del matrimonio, no es una historia dorada de un PPS de final feliz, es algo más cercano y a la vez sencillo. Es sólo un capítulo de la grata historia de mi “aita” y mi “ama”, que por primera vez, comparto. ¿Será que se nos echan encima muchos otoños y es preciso agitar el árbol y recapitular? Sólo pregono historias de amor. A la vuelta de los cinco continentes, tras haber paseado por todos los hemisferios, he comprendido que los verdaderos gurús y maestros no están en los Himalayas, ni en los Andes, ni en las intensivas de fin de semana, sino con delantal raído en la cocina del hogar.
Sacar a la luz historias propias sólo queda justificado, cuando con ellas se brinda luz y ayuda. A veces no hay que cruzar océanos para hallar historias cargadas de enseñanza y comprensión. ¿Cuál es el momento de no retorno en la unión de un hombre y una mujer? ¿Cuándo la pareja aún se puede coser? ¿Cuándo se llega a la última frontera, al roto inevitable?
De mi madre aprendí que sólo es tarde cuando los hilos están muy deshilachados, cuando no pueden con el descosido, pues éste es ya muy grande. Hasta entonces es preciso intentarlo, poner un algodón más recio, un hilo más generoso, más paciente, más compasivo, más dorado…, poner más entusiasmo en el cosido. Son costuras, no remiendos. Un amigo se acaba de separar y hay quien recela, seguramente de forma justificada, de mi intención de acercarles a él y su pareja. Uno es hijo de sus circunstancias. Y es que en mi casa había leyes, muchas leyes, pero triunfaban los hilos que unían, los fuertes hilos de colores…
Fuente: página de Facebook de Koldo Aldai
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